jueves, 5 de febrero de 2015

A Mazatlán...

Entre paredes húmedas y frías a medio pintar veo pasar corriendo a un niño regordete que a hurtadillas se cuela en la cocina a robarse algún bocadillo, y del mismo modo regresa a su habitación para sumergirse de nuevo en su mundo de inocencia. 

Percibo el calor de esas mañanas en las que el sol entraba por la ventana de la cocina, en las que no podía evitar sonreír al despertar de nuevo en ese hogar de cinco, ese hogar de ayer.

Veo las ruinas de mis recuerdos y, si me esfuerzo, aún escucho los ecos de risas, gritos y lamentos impregnados en los muros salitrosos y las puertas de madera carcomida. Se trata de una casa muy enferma, agonizante, sucumbiendo finalmente ante la desolación y la tristeza.

Sin embargo, escucho el rebote de una pelota roja en el patio, mientras me distrae el viejo radio de la cocina que emite el mejor episodio de “La Tremenda Corte”. Y la veo allí, comiendo y calentando tortillas, a la vez que a mordidas termina con un chile verde, acto que por alguna razón siempre me inspiró mucho respeto.

Veo a un adolescente corriendo de punta a punta de la casa festejando un gol, y a otro tratando de hacer coincidir las piezas de su vida, pero siempre feliz, despreocupado y concentrado en las cosas que lo satisfacen. Siempre admiré y admiro esa cualidad.

Me siento a la mesa y veo a una mujer forrando mis libros para el nuevo año escolar, escribiendo mis datos y dándome algún consejo, demandándome que cuide cada cosa y amenazándome con no comprar de nuevo algo que se pierda.

Volteo hacia la entrada y la tenue luz me dice que ya ha atardecido, por lo que ya no tarda en llegar. Finalmente aparece y me trae algún regalo acompañado de una sonrisa. Inmediatamente se pone la pijama y me pregunta cómo me fue mientras cocina algo rápido para el antojo de media tarde.

Me siento en un sillón polvoriento de la sala, muy de mañana, cuando de pronto entran corriendo dos niños a revisar los regalos de navidad que Santa les dejó. Miro fijamente al menor y me resulta imposible no derramar una lágrima al ver su rostro de sorpresa y fascinación sin haber abierto nada siquiera.

Entro a una recámara y me encuentro a un pequeño jugando un videojuego a escondidas y pendiente de que él despierte y lo venga a regañar. 

Me llega un olor a sopes con frijoles y queso que irremediablemente me lleva de nuevo a la cocina, en donde lo encuentro amasando y entonando alguna canción triste. Me preparo un gran plato de arroz con mayonesa y recibo una reprimenda, pero lo disfruto de principio a fin.

En la otra recámara me encuentro con dos manos temblorosas tejiendo con gran destreza, su rostro me regala una sonrisa y menciona algo respecto al programa que se transmite en la televisión. Su voz es fuerte pero amorosa, vibrante pero tierna.

Veo pasteles de cumpleaños y escucho mañanitas y palabras de agradecimiento en el comedor. Huelo la carne con Coca-Cola que duraba tan sólo unos segundos en la cazuela después de servirse. Veo a viejos amigos llegando con un regalo y un abrazo.

Veo muros pintarrajeados como testimonio de dos infancias desfasadas, escondites y juguetes maltratados listos para contar alguna historia, para compartir algún momento de adolescencia infantil.

Es muy curioso cómo es que uno se hace amigo de las cosas, cómo les planta una identidad cuasi humana y cómo esas cosas van convirtiéndose en líneas del relato que cada quien va escribiendo. No afanarse por lo material es una idea muy acertada, pero ¿qué pasa cuando lo material, al menos ante nuestros ojos, ya no lo es tanto?

Veo grandes partidas de baraja y dominó acompañadas de bebidas y alimentos, anécdotas, chistes y comentarios burlones que marcaron sin duda muchas noches vividas en aquel comedor y en esa mesa multifuncional en la que también se jugaba ping-pong.

Abro las cortinas de la sala y veo un camellón con afiladas piedras y plantas casi marchitas que anhelan la llegada de las lluvias (o de algún perro), y al llegar éstas, veo gente corriendo y a uno que otro osado que se para justo en mi puerta para resguardarse. Veo niños jugando futbol, fotos grupales, promesas, risas.

El olor a moho me atrae desde un clóset. Abro la puerta y no sé por dónde empezar entre tantos dejos de vida que en ese aroma viejo aún se siente palpitar. Fotos amarillentas como ventanas me dejan ver esos años lejanos en los que no existí, en los que alguien decidió rescatar instantes para que éstos pudieran posarse en los ojos de los viajeros venideros.

Pienso en sueños, en planes que nunca fueron, remordimientos que poco a poco fueron alimentándose del paso del tiempo, me impresiona cómo es que una casa vacía puede sentirse tan llena, tan rozagante de momentos, de ideas, de secretos.

Se pone el sol sobre un paisaje que en sus mejores días mostró maravillas inolvidables, y que ahora, seco y áspero, deja ver las huellas de aquellas pinceladas de sabiduría, temor, ilusión y concordia que fueron su estandarte.

Ese adiós que desde hace tanto tiempo ha coqueteado conmigo y revoloteado en mi cabeza por fin está materializándose. Me dispongo a arrancar la humedad de mi ropa, despojarme de las plantas que desobedientes crecen en los recovecos de los patios. Dejo atrás ese largo pasillo que tantas veces recorrí y libero en un suspiro las alegrías y lamentos de la vida que aquí viví. 

Mi hogar ahora es otro, y es de gran bendición, por lo que es hora de borrar este pizarrón y dejar el gis en el borde, listo para que otras manos lo tomen y tracen una nueva historia. Gracias Dios por este lugar, por todo lo que me permitiste vivir y aprender en estos rincones, por unirme con mi familia debajo de este techo en el que siempre existirán destellos de lo que fui. Gracias, muchas gracias.
  
Aquí estuve siendo uno y siendo otro es que me voy,
y sé bien que debo andar por el camino hallado hoy,
con nostalgia y nuevos bríos firmes mis pasos doy,
a encontrarme con ese otro que a partir de ahora soy.



René Molina.