-
Prométemelo.
Manuel se quedó atónito, sin palabras. Sara le había pedido hacer muchas
locuras en sus cuarenta y cinco años de matrimonio, pero esto iba mucho más
allá de un capricho o una promesa fácil de cumplir. Puso la cuchara de vuelta
en el plato de sopa e increpó:
-
Pero,
¿cómo? Claro que así lo quiero pero no tengo idea de cómo encontrarte.
Sara supo que su esposo estaba realmente angustiado por complacerla, las
manos le temblaban y en sus ojos se podía ver el deseo profundo de que todo
fuera una broma de mal gusto, tan sólo un intento por crear conversación
durante la comida. Ella insistió:
-
Eso no
importa, con el simple hecho de prometerlo y tener la voluntad de hacerlo,
llegado el momento cualquiera de los dos lo logrará.
El hombre que se había enamorado irremediablemente hacía casi cinco
décadas, miró fijamente a los ojos ansiosos de su cómplice de vida y con una
sonrisa exclamó:
-
Tienes
razón, te lo prometo.
Sara suspiró y una vez más supo que el amor de su vida sería para
siempre. Sabía que sin importar que ella o él rebasaran las fronteras del mundo
terrenal, sin importar que sus cuerpos desaparecieran y todo lo material que
los representara fuera borrado por el implacable tiempo, estarían juntos por
toda la eternidad. Sara le había hecho prometer a Manuel que vendría por ella
después de la muerte, y ella recién le había prometido hacer exactamente lo
mismo.
¿Cuánto vale una promesa? ¿Una vida? ¿Un instante? ¿Una nueva
oportunidad? ¿Tiene fecha de caducidad? ¿Existen promesas que uno hace esperando
no tener que cumplir? Tal vez uno nunca conoce el valor de una hasta que la
cumple o la ve cumplida. Sara estaba plenamente convencida de que su petición
era absolutamente racional y justificada. Era un hecho que no podía vivir si
Manuel no la acompañaba, y sabía que él tampoco soportaría un mundo sin ella.
Tenían tres hijos, hombres, con dos años de diferencia entre uno y otro.
Luis, el mayor, recientemente había terminado sus estudios de posgrado en
Madrid y había regresado a vivir temporalmente con sus padres. Alfonso
(bautizado así en honor del padre de Manuel) era un sobresaliente estudiante de
Medicina. Finalmente, Jorge se encontraba en la famosa encrucijada existencial,
recién había terminado la preparatoria y estaba tratando de encontrar respuesta
a la insoportable pregunta de ¿qué hago con mi vida? Era un buen hijo y
hermano, y presumía cada vez que podía el amor tan grande que sus padres se
profesaban.
Todos ellos formaban parte de la envidiada familia Ortiz, más no por sus
riquezas o propiedades, sino por la calidez de su carácter y los lazos tan
estrechos que existían entre ellos. A su alrededor había divorcios, hijos que
odiaban a sus padres y/o viceversa, y familias disfuncionales al borde del colapso
o ya inmersas en la etapa de la lamida de heridas.
Los Ortiz eran únicos, pero no perfectos. Evidentemente tenían
desencuentros y rencillas leves de vez en vez, pero las raíces de su hogar eran
tan profundas que la cosa nunca pasaba a mayores. Desde que se casaron, Sara y
Manuel de algún modo supieron que era para siempre, que por más fuerte que
fuera la tormenta ellos se mantendrían en pie, que aunque sintieran ahogarse en
desesperación ante la adversidad siempre esperarían juntos a que saliera el
sol.
Cuando llegó Luis se dio cierto distanciamiento entre ellos, y tal vez
ninguno de los dos imaginó siquiera la magnitud de la empresa de convertirse en
padres. Manuel sufrió arranques de celos hacia su primogénito, y Sara se
desvivió por hacerle entender que su amor de madre, aunque inmenso, nunca se
compararía con el que sentía por él. De hecho hubo una ocasión en la que
dejaron al pequeño con una de sus abuelas para poder hablar del tema, y
terminaron haciendo el amor sobre la mesa de la cocina, evento del cual se
desprendió la llegada de Alfonso, cuyo nombre, según lo señaló siempre Manuel,
había sido decidido justo en aquella tarde en la que, en pleno acto, no pudo
evitar mirar de reojo una foto enmarcada de sus padres colgando de la pared del
pasillo.
Una vez que Alfonso llegó al mundo los celos de Manuel desaparecieron.
Pareciera como si se hubieran formado dos equipos en la familia, más sin poner
en entredicho su estabilidad. Sara y Manuel ahora tenían mucho menos tiempo
para ellos, pero desarrollaron técnicas, horarios y planes alternativos para
encontrar un remanso de paz y tranquilidad entre la vorágine que sus vástagos
causaban. Ya desde entonces Sara tenía ideas poco convencionales, y un día
despertó con una que, a pesar de parecer absurda, a Manuel le pareció
magnífica:
-
Los dos
sabemos que Luis es mío y Alfonso es tuyo. Ahora quiero uno que sea de los dos.
Sin decir palabra, Manuel la besó como hacía mucho tiempo no lo hacía.
Sara se sintió como una adolescente, y un estremecedor escalofrío recorrió todo
su cuerpo. Los niños aún dormían y la ocasión era la idónea para que los dos
amantes se dispusieran a crear una tercera entrega de su eterna unión. Jamás
volvieron a hacer el amor como aquella mañana de domingo.
Así los Ortiz fueron finalmente cinco, y con el paso de los años se enfrentarían
a pruebas de vida en las que no hay calificaciones, desafíos del destino que
para casi todos son inevitables. Pero no eran como cualquier familia, no eran
sus vecinos divorciados, o su sobrina madre soltera, o su tía casada por
tercera ocasión. No, los Ortiz iban más allá de cualquier estándar social y
familiar, o tal vez eran el epítome de esas mismas cosas, y precisamente esas
condiciones fueron sus mejores armas para librar la batalla, la más importante
de sus vidas.
Después de casi medio siglo de vida compartida y tres hijos, la vejez
comenzaba a hacer estragos en sus cuerpos. El eterno y silencioso enemigo de
los últimos tiempos, el cáncer, había hecho presa de Sara y poco a poco apagaba
su luz y la debilitaba, mientras el corazón de Manuel latía cada vez con más
esfuerzo, bombeando cada gota de esa sangre que con cada célula amaba tanto a
su esposa que no se había atrevido a confesarle su condición, sobre todo
después de conocer la suya.
Los días en el hospital eran eternos. Sentado a lado de la cama siempre
estuvo Manuel, y a pesar de su cansancio, montó guardia hasta que el dolor en
su pecho fue tal que a regañadientes tuvo que internarse. Sólo puso una
condición: estar en el mismo hospital que su amada. Y así fue, era sólo una
pared lo que los separaba durante esos meses. Sara preguntaba por él y sus
hijos le decían que estaba descansando en casa pero que se encontraba bien, le
pedían que no se preocupara y que se esforzara por recuperarse para poder estar
con él y con toda la familia de nuevo.
Por su parte, Manuel, tenía la ventaja de saber que Sara estaba a unos
pasos, y sentía terror al pensar que ella pudiera enterarse de que aquel
corazón que tanto la amaba y que la había acogido desde hacía tantos años ahora
tenía un latido débil y muy pausado que poco a poco lo acercaba al momento de
cumplir aquella promesa, esa que deseaba no tener que cumplir jamás.
Y como suele suceder, el cuerpo de Sara ya no soportó los embates de su
terrible enfermedad e izó la bandera blanca un viernes por la mañana, mientras
sujetaba la mano de Luis y dejaba ir un suspiro a manera de último regalo para
esos cuatro hombres que habían sido la luz de su vida. Luis lloró en silencio,
y antes de notificar a los demás de lo sucedido, miró el rostro pálido de su madre
tratando de memorizar cada una de sus facciones y mantenerlas en su memoria,
pensó en lo que debía sentir la gente cuando una figura tan importante en sus
vidas dejaba de existir, imaginó en dónde estaría ahora Sara y deseó con todas
sus fuerzas poder acompañarla.
Pero en ese momento el primogénito Ortiz tenía una misión que cumplir:
dar las malas nuevas al resto de la familia. Reflexionó por unos instantes y
decidió que, por su condición tan delicada, no era prudente decírselo a Manuel,
ya que eso lo debilitaría aún más. No, eso era inaceptable, más sus hermanos
tenían que saber que su querida madre había partido, por lo que los llamó y les
pidió que guardaran muy bien el secreto, por lo menos hasta que su padre
mostrara signos de recuperación y las aguas se hubiesen calmado. Hicieron un
pacto de forma solemne, y estuvieron de acuerdo en que lucharían con todas sus
fuerzas para mantener a Manuel con ellos, aunque muy dentro de sí sabían que
sin su esposa el sentido de su vida se había perdido para siempre.
Decidieron entonces que Alfonso se quedara en el hospital mientras los
otros dos se encargaban de los preparativos del funeral, los cuales se llevaron
a cabo de forma relativamente sencilla, ya que con antelación se había
adquirido un mausoleo en el cementerio y los servicios funerarios estaban
pagados. El procedimiento fue el acostumbrado: Luis entró a reconocer el cuerpo
y salió lo más pronto que pudo. Esa imagen es de las que nadie quisiera
conservar en su memoria, y tal vez en aquel momento creyó que al sólo darle un
vistazo rápido ese tormento rondaría por muy poco tiempo en su mente. Estaba
equivocado.
-
¿Cómo está
tu madre?
Alfonso estaba de pie en la habitación, dándole la espalda al lecho en
el que yacía su padre enfermo, mordiéndose los labios y apretando los puños
para no llorar. No sabía cuánto tiempo más iba a poder soportarlo. Quería
partirse en dos y poder estar también con Sara en su último adiós.
-
Hijo, ¿no
me escuchas? Te pregunté cómo está mi esposa.
Alfonso respiró profundamente y atinó a responder:
-
Está bien
papá, estable. Perdóname, estoy un poco distraído con toda esta situación, y me
siento muy cansado.
-
No te
preocupes hijo, sé que son momentos difíciles, pero como siempre dice tu madre:
"El Sol nunca deja de salir".
Esa frase, lejos de consolarlo, hizo que Alfonso sintiera una tristeza
más profunda. Era cierto, el Sol siempre salía, pero ya no lo haría más para su
madre, sus ojos ya no verían más amaneceres y su vida se había extinguido
apenas hacía unas horas.
Pasaron varios minutos de un asfixiante silencio. Sólo se escuchaba el
vaivén de enfermeras y médicos por los pasillos, los pitidos de los monitores,
el rechinido de las ruedas de las camillas. Olía a redención, a final, olía a
último viaje, a ese viaje sin retorno para el que todos tenemos boleto
comprado. Manuel se animó a decir:
-
¿Por qué
no me dices qué pasa hijo? ¿Tu mamá está bien?
-
Sí papá,
ella está bien, no te preocupes, los dos deben descansar para que podamos irnos
a casa juntos.
En ese momento, en los oídos de Manuel dejaron de escucharse las
enfermeras, el rechinido de las camillas y todo lo que antes inundaba la
habitación. Aquél hombre de corazón cansado estaba teniendo una revelación, un
destello de claridad como nunca se le había presentado.
-
¿Sabes una
cosa, Alfonso? Cuando eras niño siempre pensé que aprenderías a mentir cuando
crecieras. Gracias a Dios me equivoqué.
El segundo hijo de los Ortiz estaba desconcertado, la mirada de su padre
estaba perdida, y en su rostro comenzaba a dibujarse una sonrisa con dejos de
ansiedad. Frente a él, en toda su hermosura, estaba parada su esposa Sara,
mirándolo fijamente y diciéndole con una sonrisa que era momento de cumplir su
eterna promesa de amor.
-
Tu madre
está aquí Alfonso, al pie de la cama. Ha venido por mí tal como lo prometió.
Por eso sé que me has mentido, pero eso ya no importa porque finalmente estaré
con ella.
Manuel extendió la mano hacia aquella figura que Alfonso no podía ver,
pero no necesitó prueba alguna para constatar la veracidad de lo que su papá
acababa de decir. Lo invadió un sentimiento de tristeza y paz a la vez, y su
corazón se estremeció cuando la orilla de la cama se mullía como si alguien se
sentase sobre ella y su padre estiraba el brazo para después pronunciar sus
últimas palabras:
-
Ayúdame
viejita, tengo miedo y no puedo solo.
Aquella escena quedaría marcada para siempre en la mente y el corazón de
Alfonso, quien lejos de sobresaltarse se sintió profundamente conmovido. Cerró
los ojos para vislumbrar con la imaginación a sus padres alejándose hacia el
infinito tomados de la mano, librados por completo de todo dolor, de toda pena,
de toda promesa.