domingo, 12 de agosto de 2012

Una mañana de domingo.


-          Prométemelo.

Manuel se quedó atónito, sin palabras. Sara le había pedido hacer muchas locuras en sus cuarenta y cinco años de matrimonio, pero esto iba mucho más allá de un capricho o una promesa fácil de cumplir. Puso la cuchara de vuelta en el plato de sopa e increpó:

-          Pero, ¿cómo? Claro que así lo quiero pero no tengo idea de cómo encontrarte.

Sara supo que su esposo estaba realmente angustiado por complacerla, las manos le temblaban y en sus ojos se podía ver el deseo profundo de que todo fuera una broma de mal gusto, tan sólo un intento por crear conversación durante la comida. Ella insistió:

-          Eso no importa, con el simple hecho de prometerlo y tener la voluntad de hacerlo, llegado el momento cualquiera de los dos lo logrará.

El hombre que se había enamorado irremediablemente hacía casi cinco décadas, miró fijamente a los ojos ansiosos de su cómplice de vida y con una sonrisa exclamó:

-          Tienes razón, te lo prometo.

Sara suspiró y una vez más supo que el amor de su vida sería para siempre. Sabía que sin importar que ella o él rebasaran las fronteras del mundo terrenal, sin importar que sus cuerpos desaparecieran y todo lo material que los representara fuera borrado por el implacable tiempo, estarían juntos por toda la eternidad. Sara le había hecho prometer a Manuel que vendría por ella después de la muerte, y ella recién le había prometido hacer exactamente lo mismo.

¿Cuánto vale una promesa? ¿Una vida? ¿Un instante? ¿Una nueva oportunidad? ¿Tiene fecha de caducidad? ¿Existen promesas que uno hace esperando no tener que cumplir? Tal vez uno nunca conoce el valor de una hasta que la cumple o la ve cumplida. Sara estaba plenamente convencida de que su petición era absolutamente racional y justificada. Era un hecho que no podía vivir si Manuel no la acompañaba, y sabía que él tampoco soportaría un mundo sin ella.

Tenían tres hijos, hombres, con dos años de diferencia entre uno y otro. Luis, el mayor, recientemente había terminado sus estudios de posgrado en Madrid y había regresado a vivir temporalmente con sus padres. Alfonso (bautizado así en honor del padre de Manuel) era un sobresaliente estudiante de Medicina. Finalmente, Jorge se encontraba en la famosa encrucijada existencial, recién había terminado la preparatoria y estaba tratando de encontrar respuesta a la insoportable pregunta de ¿qué hago con mi vida? Era un buen hijo y hermano, y presumía cada vez que podía el amor tan grande que sus padres se profesaban.

Todos ellos formaban parte de la envidiada familia Ortiz, más no por sus riquezas o propiedades, sino por la calidez de su carácter y los lazos tan estrechos que existían entre ellos. A su alrededor había divorcios, hijos que odiaban a sus padres y/o viceversa, y familias disfuncionales al borde del colapso o ya inmersas en la etapa de la lamida de heridas.

Los Ortiz eran únicos, pero no perfectos. Evidentemente tenían desencuentros y rencillas leves de vez en vez, pero las raíces de su hogar eran tan profundas que la cosa nunca pasaba a mayores. Desde que se casaron, Sara y Manuel de algún modo supieron que era para siempre, que por más fuerte que fuera la tormenta ellos se mantendrían en pie, que aunque sintieran ahogarse en desesperación ante la adversidad siempre esperarían juntos a que saliera el sol.

Cuando llegó Luis se dio cierto distanciamiento entre ellos, y tal vez ninguno de los dos imaginó siquiera la magnitud de la empresa de convertirse en padres. Manuel sufrió arranques de celos hacia su primogénito, y Sara se desvivió por hacerle entender que su amor de madre, aunque inmenso, nunca se compararía con el que sentía por él. De hecho hubo una ocasión en la que dejaron al pequeño con una de sus abuelas para poder hablar del tema, y terminaron haciendo el amor sobre la mesa de la cocina, evento del cual se desprendió la llegada de Alfonso, cuyo nombre, según lo señaló siempre Manuel, había sido decidido justo en aquella tarde en la que, en pleno acto, no pudo evitar mirar de reojo una foto enmarcada de sus padres colgando de la pared del pasillo.

Una vez que Alfonso llegó al mundo los celos de Manuel desaparecieron. Pareciera como si se hubieran formado dos equipos en la familia, más sin poner en entredicho su estabilidad. Sara y Manuel ahora tenían mucho menos tiempo para ellos, pero desarrollaron técnicas, horarios y planes alternativos para encontrar un remanso de paz y tranquilidad entre la vorágine que sus vástagos causaban. Ya desde entonces Sara tenía ideas poco convencionales, y un día despertó con una que, a pesar de parecer absurda, a Manuel le pareció magnífica:

-          Los dos sabemos que Luis es mío y Alfonso es tuyo. Ahora quiero uno que sea de los dos.

Sin decir palabra, Manuel la besó como hacía mucho tiempo no lo hacía. Sara se sintió como una adolescente, y un estremecedor escalofrío recorrió todo su cuerpo. Los niños aún dormían y la ocasión era la idónea para que los dos amantes se dispusieran a crear una tercera entrega de su eterna unión. Jamás volvieron a hacer el amor como aquella mañana de domingo.

Así los Ortiz fueron finalmente cinco, y con el paso de los años se enfrentarían a pruebas de vida en las que no hay calificaciones, desafíos del destino que para casi todos son inevitables. Pero no eran como cualquier familia, no eran sus vecinos divorciados, o su sobrina madre soltera, o su tía casada por tercera ocasión. No, los Ortiz iban más allá de cualquier estándar social y familiar, o tal vez eran el epítome de esas mismas cosas, y precisamente esas condiciones fueron sus mejores armas para librar la batalla, la más importante de sus vidas.

Después de casi medio siglo de vida compartida y tres hijos, la vejez comenzaba a hacer estragos en sus cuerpos. El eterno y silencioso enemigo de los últimos tiempos, el cáncer, había hecho presa de Sara y poco a poco apagaba su luz y la debilitaba, mientras el corazón de Manuel latía cada vez con más esfuerzo, bombeando cada gota de esa sangre que con cada célula amaba tanto a su esposa que no se había atrevido a confesarle su condición, sobre todo después de conocer la suya.

Los días en el hospital eran eternos. Sentado a lado de la cama siempre estuvo Manuel, y a pesar de su cansancio, montó guardia hasta que el dolor en su pecho fue tal que a regañadientes tuvo que internarse. Sólo puso una condición: estar en el mismo hospital que su amada. Y así fue, era sólo una pared lo que los separaba durante esos meses. Sara preguntaba por él y sus hijos le decían que estaba descansando en casa pero que se encontraba bien, le pedían que no se preocupara y que se esforzara por recuperarse para poder estar con él y con toda la familia de nuevo.

Por su parte, Manuel, tenía la ventaja de saber que Sara estaba a unos pasos, y sentía terror al pensar que ella pudiera enterarse de que aquel corazón que tanto la amaba y que la había acogido desde hacía tantos años ahora tenía un latido débil y muy pausado que poco a poco lo acercaba al momento de cumplir aquella promesa, esa que deseaba no tener que cumplir jamás.

Y como suele suceder, el cuerpo de Sara ya no soportó los embates de su terrible enfermedad e izó la bandera blanca un viernes por la mañana, mientras sujetaba la mano de Luis y dejaba ir un suspiro a manera de último regalo para esos cuatro hombres que habían sido la luz de su vida. Luis lloró en silencio, y antes de notificar a los demás de lo sucedido, miró el rostro pálido de su madre tratando de memorizar cada una de sus facciones y mantenerlas en su memoria, pensó en lo que debía sentir la gente cuando una figura tan importante en sus vidas dejaba de existir, imaginó en dónde estaría ahora Sara y deseó con todas sus fuerzas poder acompañarla.

Pero en ese momento el primogénito Ortiz tenía una misión que cumplir: dar las malas nuevas al resto de la familia. Reflexionó por unos instantes y decidió que, por su condición tan delicada, no era prudente decírselo a Manuel, ya que eso lo debilitaría aún más. No, eso era inaceptable, más sus hermanos tenían que saber que su querida madre había partido, por lo que los llamó y les pidió que guardaran muy bien el secreto, por lo menos hasta que su padre mostrara signos de recuperación y las aguas se hubiesen calmado. Hicieron un pacto de forma solemne, y estuvieron de acuerdo en que lucharían con todas sus fuerzas para mantener a Manuel con ellos, aunque muy dentro de sí sabían que sin su esposa el sentido de su vida se había perdido para siempre.

Decidieron entonces que Alfonso se quedara en el hospital mientras los otros dos se encargaban de los preparativos del funeral, los cuales se llevaron a cabo de forma relativamente sencilla, ya que con antelación se había adquirido un mausoleo en el cementerio y los servicios funerarios estaban pagados. El procedimiento fue el acostumbrado: Luis entró a reconocer el cuerpo y salió lo más pronto que pudo. Esa imagen es de las que nadie quisiera conservar en su memoria, y tal vez en aquel momento creyó que al sólo darle un vistazo rápido ese tormento rondaría por muy poco tiempo en su mente. Estaba equivocado.

-          ¿Cómo está tu madre?

Alfonso estaba de pie en la habitación, dándole la espalda al lecho en el que yacía su padre enfermo, mordiéndose los labios y apretando los puños para no llorar. No sabía cuánto tiempo más iba a poder soportarlo. Quería partirse en dos y poder estar también con Sara en su último adiós.

-          Hijo, ¿no me escuchas? Te pregunté cómo está mi esposa.

Alfonso respiró profundamente y atinó a responder:

-          Está bien papá, estable. Perdóname, estoy un poco distraído con toda esta situación, y me siento muy cansado.
-          No te preocupes hijo, sé que son momentos difíciles, pero como siempre dice tu madre: "El Sol nunca deja de salir".

Esa frase, lejos de consolarlo, hizo que Alfonso sintiera una tristeza más profunda. Era cierto, el Sol siempre salía, pero ya no lo haría más para su madre, sus ojos ya no verían más amaneceres y su vida se había extinguido apenas hacía unas horas.

Pasaron varios minutos de un asfixiante silencio. Sólo se escuchaba el vaivén de enfermeras y médicos por los pasillos, los pitidos de los monitores, el rechinido de las ruedas de las camillas. Olía a redención, a final, olía a último viaje, a ese viaje sin retorno para el que todos tenemos boleto comprado. Manuel se animó a decir:

-          ¿Por qué no me dices qué pasa hijo? ¿Tu mamá está bien?
-          Sí papá, ella está bien, no te preocupes, los dos deben descansar para que podamos irnos a casa juntos.

En ese momento, en los oídos de Manuel dejaron de escucharse las enfermeras, el rechinido de las camillas y todo lo que antes inundaba la habitación. Aquél hombre de corazón cansado estaba teniendo una revelación, un destello de claridad como nunca se le había presentado.

-          ¿Sabes una cosa, Alfonso? Cuando eras niño siempre pensé que aprenderías a mentir cuando crecieras. Gracias a Dios me equivoqué.

El segundo hijo de los Ortiz estaba desconcertado, la mirada de su padre estaba perdida, y en su rostro comenzaba a dibujarse una sonrisa con dejos de ansiedad. Frente a él, en toda su hermosura, estaba parada su esposa Sara, mirándolo fijamente y diciéndole con una sonrisa que era momento de cumplir su eterna promesa de amor.

-          Tu madre está aquí Alfonso, al pie de la cama. Ha venido por mí tal como lo prometió. Por eso sé que me has mentido, pero eso ya no importa porque finalmente estaré con ella.

Manuel extendió la mano hacia aquella figura que Alfonso no podía ver, pero no necesitó prueba alguna para constatar la veracidad de lo que su papá acababa de decir. Lo invadió un sentimiento de tristeza y paz a la vez, y su corazón se estremeció cuando la orilla de la cama se mullía como si alguien se sentase sobre ella y su padre estiraba el brazo para después pronunciar sus últimas palabras:

-          Ayúdame viejita, tengo miedo y no puedo solo.

Aquella escena quedaría marcada para siempre en la mente y el corazón de Alfonso, quien lejos de sobresaltarse se sintió profundamente conmovido. Cerró los ojos para vislumbrar con la imaginación a sus padres alejándose hacia el infinito tomados de la mano, librados por completo de todo dolor, de toda pena, de toda promesa.